Precediendo a todos los datos empíricos, las imágenes-arquetipo son los órganos de la meditación como imaginación activa; operan la transmutación de estos datos confiriéndoles su sentido, y en esta misma operación anuncian el modo de una presencia humana determinada y la orientación fundamental que le es indisociable. Orientándose respecto del polo celeste como umbral del más allá, es entonces un mundo distinto al del espacio geográfico, físico, astronómico, el que permite que esta presencia se abra a sí misma. La «vía recta» consiste aquí en no divagar ni hacia el este ni hacia el oeste; en escalar la cima, es decir, tender al centro; es el ascenso más allá de las dimensiones cartográficas, el descubrimiento del mundo interior que segrega por sí mismo su luz y que es el mundo de luz; es una interioridad de luz que se opone a la espacialidad del mundo exterior que, por contraste, aparecerá como tinieblas.
En ningún caso esta interioridad debe ser confundida con nada de lo que pueden connotar los términos modernos de subjetivismo o nominalismo, ni con lo imaginario que está contaminado para nosotros por la idea de irrealidad. La impotencia para concebir una realidad suprasensible concreta está en función de la valoración excesiva de la realidad de lo sensible; ésta, con frecuencia, no deja otra alternativa que la de un universo de conceptos abstractos. Por el contrario, lo que el neoplatonismo neozoroastriano de Sohravardi designa como mundus imaginalis (‘âlam al-mithâl), o «Tierra celestial de Hûrqalyâ » es un universo espiritual concreto. No es ciertamente un mundo de conceptos, de paradigmas y de universales. Nuestros autores repiten incansablemente que el arquetipo de una especie no es de ningún modo el universal del que se ocupa la lógica, sino el ángel de esa especie. La abstracción racional no dispone, entre sus bazas, más que del «despojo mortal» de un ángel; el mundo de las imágenes-arquetipo, mundo autónomo de las figuras. y las «formas de aparición», está en el plano de la angelología. Ver los seres y las cosas «a la luz del norte» es verlos «en la Tierra de Hûrqalyâ», es decir, verlos a la luz del ángel; esto es acceder a la Roca de esmeralda, al polo celeste, encontrar el mundo del ángel. Y esto presupone que la persona individual como tal, sin referencia a nada colectivo, dispone virtualmente de una dimensión transcendente. El crecimiento de ésta será concomitante con una percepción visionaria, que establece los modos de las percepciones de lo suprasensible y forma parte de ese conjunto de conocimientos que se pueden agrupar bajo la designación de hierognosis.
Como corolario, los términos de referencia que presuponen los símbolos místicos del norte nos sugieren aquí una tridimensionalidad psico-espiritual de la que no puede dar cuenta el esquema bidimensional corriente, que se contenta con oponer el consciente y el inconsciente. Dicho más exactamente, se trata de una doble tiniebla: hay una tiniebla que no es más que oscuridad; puede interceptar, ocultar y retener prisionera a la luz. Cuando ésta escapa (según la concepción maniquea o el Ishraq de Sohravardi), la tiniebla es abandonada, cae sobre sí misma; no se transforma en luz. Pero hay otra tiniebla, que nuestros místicos designan como «noche de luz», «noche luminosa» o «luz negra».
Ya en los relatos místicos de Avicena se establece, en función de la orientación vertical, una distinción explícita entre las «tinieblas en las proximidades del polo» (noche divina del Sobre-ser, de lo incognoscible, del Origen de los orígenes) y la tiniebla que es el extremo occidente de la materia y del no ser, donde declina y desaparece el sol de las formas puras. El Oriente al que éstas se elevan, su Oriente-origen, es el polo, el norte cósmico. A partir de ahí, el relato aviceniano nos indica explícitamente una doble situación y un doble significado del «sol de medianoche»: es, por una parte, la primera Inteligencia, el arcángel Logos, como revelación que se levanta sobre la tiniebla del Deus absconditus, y que supone para el alma humana la aparición de la supraconciencia en el horizonte de la conciencia; y es, por otra parte, esa alma humana como luz de la conciencia que se levanta en la tiniebla de la subconciencia. Veremos que en Najmoddîn Kobrâ los fotismos coloreados (en particular el «negro luminoso» y la luz verde) anuncian y postulan una misma estructura psicocósmica. Por eso la orientación requiere aquí la superposición de un triple plano: el día de la conciencia es un elemento intermedio entre la noche luminosa de la supraconciencia y la noche tenebrosa de la inconciencia. La tiniebla divina, la nube del no saber, las «tinieblas en las proximidades del polo», la «noche de los símbolos» en la que el alma progresa, no es de ningún modo la tiniebla en la que están retenidas cautivas las partículas de luz. Esta última es el extremo occidente, el infierno, lo demoníaco. La orientación respecto del polo, el norte cósmico, determina un abajo y un arriba: confundir uno con otro será desorientación pura y simple. (cf. infra V, 1).
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