Filosofia Moderna
Y sin embargo, ¿no vivimos en un perpetuo presente? ¿Salimos alguna vez de él? ¿Cómo hacerlo si somos vivientes, invenciblemente unidos a sí mismos en la Vida que no cesa de unirse a sí — de experimentarse a sí misma en el gozo de su vivir, en la carne inquebrantable de su Afectividad originaria —, tejiendo inexorablemente la trama sin falla de un eterno presente? El eterno presente vivo de la Vida, la Morada que se asigna a sí misma — la Morada de la Vida en la que todo está vivo, fuera de la cual no es posible vida alguna —, es por tanto también la nuestra, la de todos los vivientes. Esta es la razón por la que hay tantos sitios en esta Morada. El hecho de que siempre nos demoremos en el eterno presente de la Vida, de que resida ahí la condición de todo viviente concebible así como la de todo fragmento de vida — la carne de la menor de nuestras impresiones, lo que hace en ella su «ahora» y su «realidad» —, lo podemos reconocer también en esto: ni acontecemos ni aconteceremos jamás en ningún porvenir — «el porvenir, decía Jean Nabert, es siempre futuro» -; como tampoco en ningún pasado, ni siquiera en el más inmediato, porque el distanciamiento de la irrealidad ha hecho imposible de ahora en adelante toda vida, porque ningún viviente, ninguna parcela de vida puede abrazarse en otro lugar más que allí donde la vida se abraza en la venida a sí de su vivir, que se hace incesantemente y no se deshace jamás. De ahí que lo que es pasado, por poco que sea, es por completo pasado, tan alejado de nosotros como el origen del mundo, tan lejos como el pueblo más cercano al que nunca llegaremos. Proximidad y alejamiento son categorías del distanciamiento, categorías del mundo y, si la esencia de la Vida equivale a la de la realidad, determinan a priori el mundo como un medio de irrealidad absoluta — lugar vacío al que, en la realidad carnal e impresiva de su vida, nunca se acerca viviente alguno —.
Según Husserl, en el flujo no existía ningún fragmento de no-flujo. Razón por la cual lo único fijo en la corriente universal era la forma del flujo. Forma desgraciadamente tan vacía como el aparecer del mundo cuya estructura fenomenológica constituye. Desde ese momento, dado que toda realidad se situaba en la impresión, al confiarse sin embargo la revelación a la forma del flujo, la impresión (en su aparecer mismo) se precipitaba en la nada. ¿Acaso no es así, nos preguntamos: la impresión, todas nuestras impresiones, dejan en nosotros algo más que el gusto amargo de su pena?
Y es que hablamos de forma inadecuada de nuestras impresiones al aplicarles el lenguaje del mundo, al confundirlas con esos «estados» o «vivencias» que no son más que su objetivación en ese primer Fuera incansablemente ahondado por la forma ek-stática del flujo. De este modo, de ahora en adelante se confunden con esos «data de sensaciones», esos «datos sensibles» que componen según Husserl el contenido material del flujo — contenido evanescente a decir verdad, vacío de su sustancia, reducido a esas apariciones fantasmales separadas tanto de sí como de todas las restantes, piezas de nada en la que inexorablemente se hunden, de donde inexplicablemente resurgen —.
No existen en nosotros impresiones discretas y separadas de este género. Dado que la posibilidad interior de cada impresión es su venida a la vida que la hace auto-impresionarse, no ser viva, real y presente más que en ella, en esa auto-afección patética de la vida y por ella, en consecuencia lo que permanece es una sola y misma experiencia de sí que continúa a través de la continua modificación de lo que experimenta y que ciertamente no cesa de experimentarse a sí misma, de ser absolutamente la misma, una sola vida y la misma. He aquí por tanto lo que subsiste en el cambio incesante de la «impresión»: lo que siempre está ahí antes que ella y que permanece así en ella, lo requerido para su venida y en lo que esta venida se cumple, no la forma vacía del flujo sino el abrazo sin falla de la vida en la auto-afección patética de su vivir — en su Presente vivo —.
La referencia de la impresión al Presente vivo de la vida, de donde toma la auto-impresividad constitutiva de la realidad carnal cuyas diversas «impresiones» no son más que modalidades y que asegura su continuum real — el de una carne viva y no ya el de un flujo irreal —, nos remite a una fenomenología de la Carne. Pero todo ello supone que el aparecer original sobre el que se va a edificar esta fenomenología es claramente reconocido como opuesto al horizonte tradicional del pensamiento en el que éste se esfuerza por captar el ser de nuestras «sensaciones».